miércoles, julio 28, 2010

Marisol

En algún momento de mi vida en el que cursaba de niño a puberto entré a trabajar en una farmacia. Ahí, detrás del estante desde donde veía pasar la vida, estaba ese sábado por la mañana, la primera vez que la vi. Era una niña que usaba mallitas de color naranja, blusitas y pulseras de colores estridentes, su cabello largo y dorado y su piel bellamente blanca con pequitas en las mejillas, y su sonrisa... su sonrisa.

Entró, como cada sábado por la mañana a partir de ese día, compró una jeringa y se fue. Ansiaba por ello, entre otras cosas, que llegara el sábado por la mañana, aunque todo se resumiera en verla venir, venderle una jeringa, ver su sonrisa y verla desaparecer nuevamente.

Un día le pregunté su nombre justo antes de que abandonara la farmacia, se detuvo, volteó con una sonrisa emocionada y lo dijo, preguntó el mío e igualmente emocionado respondí. Ella se fue aún volteando y sonriendo.

¿Qué podía saber un preadolescente de 14 años sobre administración? Yo tenía que despachar la farmacia, hacer recomendaciones de medicamentos, aunque eso en realidad no lo tenía que hacer, pero a la gente no le importa eso, la gente quiere ir a la farmacia y pedir algo que le alivie sus males, lo hacía entonces, hacía también los pedidos a los distribuidores y de entre todas esas cosas también me pagaba mi sueldo. El dueño de la farmacia a veces se desaparecía por semanas y yo, abría la farmacia, la limpiaba, atendía y todo hasta que caía la noche y cerraba. No se me juzgue entonces cuando diga que la farmacia fue, día con día, perdiendo su abastecimiento, de pronto ya no había tal antibiótico, de pronto ya no había condones, alcohol, aspirinas, y así hasta que tampoco hubo jeringas.

Marisol, volvió tras el primer sábado que no hubo jeringas, volvió tras el segundo sábado que no hubo jeringas, pero al tercero, al terecero ya no apareció... pese a que yo esperaba ansioso y contento de haber surtido nuevamente la farmacia.